martes, 17 de abril de 2018

Mi pasión por Clío


A Dolores Nieto Rivero (1944-2018), in memoriam
Tomada de: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014, p. 500


Algún día me gustaría ser un buen historiador. Al menos eso pretendo al ejercer la docencia en posgrado y hacer investigación desde hace doce años de manera ininterrumpida. Por mi edad podrían ser más años; pero es que me licencié y doctoré tardíamente pues ya escribió Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” Eso. Por esas cosas de la vida. Pero el gusto por la Historia proviene de muchos años antes de prepararme profesionalmente como historiador.
Yo no sé si seré un buen o mal historiador. Eso lo deberán decidir quienes asisten a mis clases o leen mis textos. Pero lo que sí sé es que la Historia me apasiona. Sí, la Historia con mayúsculas, la misma Clío. No solamente la historia académica como profesión o disciplina, sino la Historia misma como construcción social, como memoria colectiva. Una forma de construir la memoria en conjunto que comenzaron a experimentar en las polis helenas ya desde el siglo V a.C., como nos recuerdan sabios como Vernant o Châtelet. Construcción de la memoria inseparable de ese acto de separar el logos del mythos. Memoria construida racionalmente, no mera narración de sucesos inconexos o agrupados por una necesidad tópica; memoria certera enfrentada al rumor. Ese es el primer peldaño, tan necesario, para que el ser humano pueda alcanzar un poco más de humanidad, de dignidad. Y esa pasión por la memoria y el conocimiento razonado del pasado tiene un origen doble: los libros de historia devorados desde la infancia y tres personas a quienes llevo siempre en la memoria y en el corazón: mi madre, mi abuelo materno y Dolores Nieto Rivero.
            Mencionar a las dos primeras personas hasta resulta obvio. Son esas más cercanas, el entorno familiar, las que dejan una huella indeleble en todos sentidos por el simple hecho de estar, de interactuar cotidianamente, de los afectos construidos. Mencionar a la tercera persona, a Dolores, es hablar de la formación escolar. De un círculo social, externo y extraño a la familia, donde no todas las personas involucradas dejan alguna huella sino solamente aquellas que llegan a tocar aquella fibra profunda del alma de un adolescente rebelde. Eso hizo Dolores, tocar fibras profundas. Dolores, a quien todo el mundo llamaba La Lola en el Instituto Luis Vives.
Mi madre me arrimó los primeros libros de historia. Cirujano dentista y profesora en la UNAM por 50 años, siempre ha tenido una gran afición por la lectura. Proveyó la corta pero importante biblioteca casera con libros de historia –y de otras muchas cosas, entre novelas y poesía. Pero, sobre todo, aquí son los libros de historia los que importan. Había curiosidades como varios del cronista y bibliófilo Luis González Obregón como el México viejo y anecdótico (creo de Espasa Calpe argentina), una edición vieja de Las calles de México, y otros de Artemio de Valle Arizpe. Bosquejos históricos de Vito Alessio Robles tenía un lugar especial en esa biblioteca. “Fue mi maestro en iniciación universitaria. De matemáticas y de historia”, decía siempre mi madre. Libros iban y venían. Recuerdo cuando llegó a casa el conjunto monumental de los cinco tomos de México a través de los siglos, metidos en una caja de cartón que me tocó desensamblar. Era una edición facsimilar pues, obviamente, el presupuesto de una madre soltera no daba para adquirir la edición original, por entonces delirio de coleccionistas. Con más precisión, se trataba de aquella edición de Editorial Cumbre de 1971 en la que lo más feo, pero a la vez más atractivo para un niño de ocho años, eran los facsimilares de las litografías a color y las guardas llenas de rúbricas de los personajes históricos. Recuerdo que era un placer andar con alguno de los voluminosos tomos por toda la casa, meterlo hasta en la cocina y hojearlo mientras me encargaban el cuidado de la leche para que no se desparramara al hervir por toda la estufa. Con toda la razón, y después de contar esto en la comida después de defender la tesis doctoral, Andrés Lira, uno de mis sinodales, le dijo a mi madre que ella había sido mi primera “asistente de investigación”.
            Mi abuelo materno era ingeniero electricista. Un ser menudo –calzaba del 2 ½ –, pero con una fuerza de voluntad inquebrantable y un carácter de esos que llamamos fuerte, por no decir de la chingada. Chiquito pero picoso. Su espíritu discutidor se prendía con la más mínima provocación. Venía a comer todos los miércoles a casa y la sobremesa era una verdadera lección de historia aderezada, como debe ser, de política. Mucha. Difícilmente puedo yo sostener sus ideas –hacía una abierta apología del gobierno de Díaz para magnificar la historia de corrupción continua de los gobiernos posrevolucionarios–, pero su método de razonamiento siempre apelaba a la historia, a la memoria colectiva, a una contra-historia en discusión constante con la “historia oficial” y de bronce. Además, como perseguía la buena pluma le gustaba rellenar cuadernos con sus argumentos. Uno de esos cuadernos estaba destinado a contar la historia de su padre, el ingeniero Roberto Gayol Soto. Aún lo tengo. Es un Scribe de forma italiana de hojas rayadas con la mayoría en blanco. Nunca lo terminó pues le ganaba la indignación apenas se ponía a escribir algo. Le indignaba que no le hubieran hecho caso a los estudios de suelo y hundimiento que sobre la ciudad de México hizo el ingeniero; que no le hubieran hecho caso con la nomenclatura de las calles. Repetía las palabras de su padre:  “Flaco favor le hacen a la historia poniéndole nombres de politicastros a las calles.” Y continuamente me mostraba apuntes escritos con su bella letra en tinta azul turquesa de su pluma fuente. “Tú tienes que aprender a escribir bien y contar todo esto”, me decía. Le indignaba la errata del Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México, donde le enjaretan a su padre la autoría de un panfleto felicista que fue publicado en Nueva York en 1918 a favor de Blanquet, perpetrado en realidad por el secretario de éste, Roberto Gayón. Desgraciada casi homofonía, peligroso casi homónimo del ingeniero. Y luego me contaba anécdotas del primo de su padre, José Lorenzo Cossío Soto quien, además de abogado, había sido historiador, muy afamado en las sociedades y academias de geografía, derecho e historia. Por supuesto, el día que le dije que quería estudiar historia, así a secas, casi le da el patatús.
 –¿Y de qué vas a vivir? Está bien que quieras escribir historia, pero tienes que escoger una profesión que te permita luego dedicarte a este pasatiempo–, me decía a pesar de que yo le recordaba que ya era una carrera universitaria, profesional.
            Sí. Podría haber sido ingeniero, médico, abogado, sobre todo. Quizá músico. Pero para cuando estaba por terminar la preparatoria mi pasión, la más intensa, era Clío. Y no podía ser de otra manera, pues quien terminó de inculcarme el amor por la Historia fue Dolores Nieto, mi maestra en la secundaria y en la preparatoria. No había ningún historiador profesional en la familia, aunque debo reconocer que sí había una clara conciencia de su importancia: sin historia no somos nada como seres humanos y nos volvemos proclives a perder la escasa dignidad que nos queda. Pero, en casa, la historia se concebía como una actividad subalterna al desempeño de algún otro oficio y como un arma argumentativa para la política. Una visión muy decimonónica o muy de principios del siglo XX de la historia pragmática, la del abogado o médico que utiliza en la plaza pública la escritura de la historia y la memoria como espada política. Por ejemplo, decía mi abuelo tratando de convencerme de no estudiar historia como profesión, que don Lorenzo, el primo historiador de mi bisabuelo, había sido primero y ante todo abogado. Y si bien había ocupado el primer sillón de la Academia de Historia después de Francisco Sosa, eso no importaba porque era una cuestión aleatoria. Pero yo insistía. Llevo su sangre, sus genes, y soy igual o más testarudo que él. Así que entré a la licenciatura en historia nada más terminar la preparatoria, con la su completa desaprobación.
En una de las primeras sesiones de primer semestre nos preguntaron sobre las razones de nuestro interés por la historia. Muchos de mis nuevos condiscípulos se echaron unos rollos mareadores híper revolucionarios (eran los primeros años de la década de los ochenta y todavía campeaba el marxismo de manual en las prepas y las universidades). Así, alguno dijo que había entrado a estudiar historia para colaborar con la lucha de clases (sic), otros más que para escribir la historia de los sin historia. Y así. Cuando llegó mi turno, y harto de la retahíla de discursos pseudo althusserianos que estaba escuchando, solamente dije que me había enamorado de Clío en las clases de la Lola. Y de ella. Era cierto. Ese amor intelectual que le profesa el discípulo a la maestra y que conforma el motor de su búsqueda existencial.
            ¿Cómo no hacerlo? Los cursos de Dolores Nieto Rivero eran espectaculares, y cada clase y lecturas se enfocaban no a memorizar datos y fechas. Aunque la tan temida pregunta que todos los alumnos querían esquivar a cada inicio de clase pareciese apuntar para allá: “Álvarez, ¡la clase!; Taibo: ¡la clase!” Pero no. Ella apuntaba a hacer una revisión metódica de los acontecimientos, de los procesos, base ineludible para poder alcanzar una comprensión de lo humano mediante el razonamiento en perspectiva histórica. Un ejercicio que te preparaba para poder repasar los tramos de la historia de atrás para adelante y de adelante para atrás, lo cual es algo muy necesario en la formación que deberíamos compartir todos los ciudadanos para evitar el peso de desmemoria de los gobernantes. Tener noción plena de los acontecimientos, las épocas, los tiempos; aprender las características culturales y sociales fundamentales de los periodos. Y, a partir de ahí, solo a partir de ahí, comprender el pasado y el presente. Interpretar. Sacar conclusiones para poder mirar hacia el futuro. Eso eran las clases de Dolores: instrumentos para cimentar la construcción de la memoria. Pero, además, rigurosas. Había que estudiar sobre los textos y sobre los propios apuntes y, para ello, había que tomar buenos apuntes. Y es que la reconstrucción de la memoria no puede hacerse sin disciplina, sin método. No sé qué tanto quienes fueron mis entonces condiscípulos sean ahora conscientes del privilegio que tuvimos al tenerla como maestra.
            Hoy recuerdo sus clases con añoranza. Dolores no solamente es una persona muy elegante cuya sola presencia impone respeto y admiración. También su trato es fino, educado, culto. Te imponía, amablemente, no cometer dislates a la hora de hablar o de escribir. Pero, ¡cuidado si te pillaba en una falta grave! Podía llegar a leer tu examen en voz alta frente al resto del grupo. Pero con respeto, sin sorna, enseñándonos a aguantar la crítica, fundamento para el debate.
Dolores modulaba su voz perfectamente. Llenaba tus oídos con cada una de sus ideas, pensadas, justas, adecuadas. Escucharla era como ir con ella de la mano a cada peldaño y a cada recoveco del pasado. Eran excelentes sus descripciones de los elementos arquitectónicos de Mesoamérica en el curso de Historia de México correspondiente al tercer año de secundaria. En ocasiones, teníamos el privilegio de seguir estas descripciones acompañadas de una serie de diapositivas tomadas por ella en sus diversos viajes por México. La narración y relación eran insuperables. Ese primer acercamiento a los restos del mundo prehispánico lo atesoré de manera especial. Muchas veces, al salir de las clases e irme a casa con la cabeza llena de sus palabras e imágenes, llegaba directamente a consultar los libros y revistas de arqueología de la pequeña biblioteca casera para ir comparando los apuntes tomados. Aún más, no sé si al final de ese curso, o en medio de él, en unas vacaciones mi madre me llevó a recorrer las zonas arqueológicas mayas. Harto de escuchar a un guía en Palenque hablar del “típico techo maya de arco típicamente maya”, empecé a corregirle echando memoria todo lo dicho en el curso de Dolores sobre Palenque y, al rato, el escuincle de catorce años tenía detrás a un nutrido grupo de turistas que habían abandonado al guía.
Despedida de la generación 1982, Sexto de Bachillerato, Instituto Luis Vives. A la derecha, detrás de doña Ángela Campos de Botella, Dolores Nieto Rivero. Cortesía de Gabriela Hernández.
            El curso de primero de prepa, dedicado a la Historia Universal Contemporánea, se centraba fundamentalmente en la revolución francesa y la construcción de los estados nación europeos. Coyuntura fundacional de la modernidad, o de la conteporaneidad –como supe después que escribía la propia Dolores–, la revolución francesa tomaba cuerpo frente a nosotros en sus clases en toda su complejidad, yendo de lo general a lo particular y de lo particular a lo general. Luis XVI, su política externa y la crisis; Necker, los Estados Generales, la ampliación del tercer estado y el juramento del juego de pelota. La dimisión del ministro y toma de La Bastilla. No era solamente un recuento de datos, sino que Dolores los engarzaba con análisis, que eran necesariamente breves para poder entrar en nuestras mentes adolescentes, pero no por ello carecían de complejidad. Nos enseñaba a pensar. Y había también pasión, pero sin llegar a la exaltación. Una pasión que se proyectaba a la hora de concatenar los acontecimientos trascendentales: la Constitución y la traslación de la soberanía, la caída de Luis XVI, el ascenso y caída de Napoleón. Muchos años después, leyendo en la universidad historiografía sobre el periodo (desde Soboul y Lefebvre hasta Vovelle o Hunt), supe para mis adentros que comprendía más fácilmente los análisis especializados gracias a las clases de Dolores.
            El curso de segundo de prepa era muy duro. Un apretado resumen del periodo colonial concentrado en las reformas borbónicas, para luego dar paso al proceso del México independiente hasta la época posrevolucionaria. Creo que el programa oficial implicaba llegar hasta algo más allá del cardenismo, pero lo más nutrido del curso se detenía antes del Maximato. Incluso, creo recordar, que se hizo un alto en la época constitucionalista y brincamos casi directamente a Cárdenas y el exilio español, pero a manera de post data. Esto era maravilloso porque el complejo siglo XIX se abría en toda su contradicción a quien siguiera con atención las clases. Había que estudiar mucho, y creo que lo que mejor aprendí fue a no quedar satisfecho con la cronología oficial sobre nuestra historia construida por el liberalismo triunfante.
            Mi último año en la prepa fue un tanto deprimente. Yo ya había, gracias a Dolores, decidido estudiar historia. Ya me había comenzado a pelear con mi abuelo. Incluso, empecé a ir como oyente a clases de historia en la UNAM y en la ENAH. Por desgracia, yo era el único estudiante que quería ingresar al área IV, de humanidades, en ese pequeño colegio de exiliados españoles cuya matrícula iba a la baja por entonces. Soñaba llevar las materias de Historia de la Cultura y de Historia del Arte, que daba Dolores para dicha área. Incluso, unos meses antes de terminar el segundo grado de preparatoria, me hice de los dos tomos de Ralph Turner, Las grandes culturas de la humanidad, como para ir calentando motores. Consultaba las hermosas enciclopedias de historia del arte y los catálogos de museos que mi madre había ido acumulando. Sin embargo, tuve que optar, de manera obligatoria, por el área III. Así que solamente cursé la materia de Historia de las Culturas. Me quedé con las ganas de ese curso de Historia del Arte a cuyos asistentes todos envidiábamos, pues Dolores lo impartía fuera del aula, generalmente en las escalinatas del colegio si hacía buen tiempo. Gesto muy atractivo. Ni modo, no se me hizo. No obstante, la visión integral de la historia en el curso de Historia de la Cultura fue estupenda, aunque mi ánimo en ese año estuvo por los suelos y creo no haber sacado buenas notas en historia, como en ningún otros de los cursos.
            La vida me llevó por derroteros extraños. No bien terminando el segundo semestre de la licenciatura en historia, tuve que abandonar los estudios. Me costó algo más de una década retornar, pero entonces me aferré al proyecto de terminar la licenciatura e ingresar inmediatamente a un posgrado. A todo lo largo del proceso, la memoria de las clases de Dolores estuvo presente. He escrito dos tesis, muchos trabajos de fin de cursos, algunos cuantos artículos y reseñas que se han publicado, partes de libros y libros. En la mayoría de todos estos ejercicios siempre está presente Dolores porque, cuando escribo, mi memoria hace un bucle y me regresa a ese momento en el que Dolores preguntaba la clase. Dicho de otra manera, ¿sé bien de lo que estoy hablando/escribiendo? Porque, ante todo, el rigor y la disciplina están estrechamente relacionados con la ética. Al escribir historia no es posible hacer concesiones y dejar cosas importantes a la imaginación –la “loca de la casa”, como le decía Luis González. La pregunta continua es si estás seguro de lo que estás diciendo, si lo sabes y si lo puedes verificar documentalmente o en estudios de otros colegas. Y, cuando irremediablemente tienes que hacer conjeturas y echar mano de la imaginación, porque los datos no alcanzan, porque hay un hiato en la serie documental o porque tu personaje desapareció de escena de repente, solo la buena comprensión del resto de lo que sí tienes documentado te permitirá poner un límite al ejercicio y no cometer dislates. Esa es la ética del historiador. Y eso es algo que comienza a aprenderse cuando uno es joven, cuando cuentas con insuperables maestros como Dolores. Y Dolores Nieto para mí ha sido un ejemplo a seguir, un ejemplo a alcanzar.
            Muchos años después, mientras estaba escribiendo el proyecto para solicitar mi ingreso al doctorado en El Colegio de Michoacán, me impuse la tarea de consultar tesis de la UNAM, del COLMEX y otros centros universitarios, que trataran el siglo XVIII y cuestiones de gobierno e instituciones en la Nueva España. Mi tesis de licenciatura me había dejado muchas preguntas acerca de la cultura política, el gobierno y la administración de justicia durante el reformismo borbónico y cómo se había proyectado hacia el arranque de la vida nacional a lo largo de la primera mitad del XIX. Me interesaron mucho entonces los virreyes y sus gestiones, la formación de los abogados y los presbíteros, la discusión historiográfica sobre el absolutismo borbónico, sus reformas, sus alcances y sus límites. Reconsiderar la periodización y poner atención en el énfasis que ya se estaba haciendo –sobre todo en la historiografía no mexicana sobre el tema– en el largo arco de 1750-1850. Y di con un par de tesis sobre Miguel José de Azanza, y estoy seguro que en el rostro se me dibujó una sonrisa frente a las fichas catalográficas. Pedí las tesis y las revisé. Una de ellas, en su prólogo, dice:

En ocasiones, como afirmé anteriormente, este acercamiento histórico así como los estudios sobre el tema del despotismo ilustrado, podrían considerarse anacrónicos y manidos, ya que el gobierno del déspota ilustrado y sus políticas, en la actualidad, se han sometido a juicios valorativos y morales condenando la época y sus métodos sin entender los factores ni aclarar aquellos procesos que resultan oscuros y que subyacen como raíces de la pasada administración borbónica, con sus aciertos y errores, y que permanecieron por décadas en la vida política del México independiente.
           
En efecto, la cita proviene de Dolores Nieto Rivero, “Miguel José de Azanza. Un acercamiento a la administración pública novohispana (entre el despotismo ilustrado y el afrancesamiento, 1750-1820), tesis de maestría, División de Estudios de Posgrado, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, s/f, pp. 6-7
            La clara y evidente empatía con estas palabras no puede entenderse precisamente sin la siembra de la semilla sobre la correcta comprensión de para qué sirve la historia. Distinguir la perorata demagógica que emite juicios de valor sobre el pasado y separarla de lo que significa un largo trabajo disciplinado de documentación y una metódica comprensión de los largos procesos históricos, solo es posible cuando te han inculcado el sentido social e intelectual que tiene el conocimiento y la práctica historiográfica desde la juventud. Para mí, esa fue la principal enseñanza de Dolores Nieto Rivero.

 Breve semblanza

Dolores Nieto Rivero nació en Celanova (Orense, Galicia) en 1944 y falleció en la Ciudad de México el 16 de abril de 2018. Cuando nació, su padre estaba preso al igual que muchos republicanos al final de la guerra civil española. Sin embargo, pudo escapar a México con su esposa, la madre de Dolores. La niña se quedó con los abuelos hasta 1950 cuando pudieron enviarla a México para reunirse con ellos. Entró a estudiar a un pequeño colegio de refugiados que había en el barrio donde vivían, Santa María la Ribera, y en 1952 ingresó a segundo de primaria en el Instituto Luis Vives. Ahí terminó el bachillerato y entró a estudiar la Licenciatura de Historia en la UNAM.[1]
            Siendo alumna del Vives, era ya tan buena en historia universal que la profesora Josefina Oliva (La Oliva), quien daba clase de Geografía e Historia Universal, le pidió que se encargase de dar la clase alguna vez por si ella tenía problemas para asistir por la enfermedad de su marido. La otra profesora de historia, Ana Martínez Iborra –a quien los canijos muchachos le decían La Vaca, pues su marido fue Antonio Deltoro Fabuel–, quien se daba las Historias de México, se la encontró tiempo despues cuando Dolores estaba cursando el segundo año de la carrera. Por razones de viaje, Martínez Iborra le pidió que se hiciera cargo de sus clases en el Vives. Así, desde 1963 Dolores comenzó su larga carrera como profesora de bachillerato en el Instituto. De 1983 a 1984 fue la Directora General del ILV. También desplegó su labor docente en la Escuela Moderna Americana.
            Su compromiso por la docencia la llevó a escribir un libro de texto, Historia Universal Contemporánea: de la consolidación del capitalismo y la democracia, publicado por editorial Patria y que llegó a agotar las cuatro primeras ediciones. La quinta edición aún se puede conseguir.

[1]: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014.

sábado, 13 de febrero de 2016

Cambio de ruta.

Hace cerca de quince años la Internet se transformó radicalmente gracias a las posibilidades de la Web 2.0. para producir páginas. Esta fue una revolución profunda en la comunicación ya que permitió una más fácil generación de contenidos por parte de los usuarios lo que a su vez transformó la manera de utilizar la red. El potencial de este recurso tecnológico para la comunicación, discusión y colaboración entre diferentes personas con intereses comunes dio un paso gigante, pero también tiene problemas muy serios.

El fenómeno me llamó fuertemente la atención pues yo venía ensayando la construcción de páginas web para la discusión e intercambio de información y conocimiento entre estudiantes, desde finales de la década de 1990. Obviamente, eran páginas que solían quedarse como proyectos en mi computadora por la imposibilidad económica de acceder a un servidor, un diseñador web y porque entonces mis conocimientos de programación eran muy reducidos. Así que, cuando apareció la posibilidad de publicar en línea páginas personales y luego el blogging, me puse a experimentar. Comencé por ensayar varias estrategias: las dos o tres primeras gracias a b2/cafelog, que por fortuna se han perdido. Luego, por ahí de finales de 2005, inicié un proyecto llamado Cibercliografía, que estaba alojado en WordPress (el heredero de b2/cafelog), y en el cual desarrollé por primera vez el interés en revisar y discutir las posibilidades de navegar por la historia en la era digital. Esa fue una de las rutas más interesantes de este viaje: reflexionar sobre lo qué estábamos haciendo con el conocimiento ante la apertura (casi) sin restricciones de la información por Internet. Pero el proyecto se canceló por razones que no viene a cuento comentar, aunque debo confesar que las críticas al estilo "eso de tener un blog no es de historiadores serios", quizá hayan tenido mucho que ver.

A finales de 2009 abrí Cuaderno de Notas, aunque decidí incluir algunas cosas previamente publicadas en Cibercliografía. Sin embargo, este blog se volvió muy formal y quedó encadenado a las reglas de la academia, dedicándole casi todo el espacio a reseñas de libros y novedades con alguno que otro texto por ahí sobre curiosidades o alguna opinión sobre nuestro trabajo como historiadores. Luego, el blog se indexó en Nuevo Mundo Radar, de hypotheses lo cual, en vez de ser un incentivo, me paralizó pues dejé de escribir en él.

Sin embargo, el espíritu de Cibercliografía está aún presente, aunque no tiene cabida en este blog dada la naturaleza colaborativa del proyecto. Por eso cierro este tramo del camino. Aquí resta por publicar media docena de borradores pendientes, lo que haré en cuanto me sea posible ya que se los debo. Pero Ítaca está en el horizonte y la experiencia de las otras Ítacas hace necesario reconsiderar mejor los puertos de la ruta. Así que regreso al proyecto de navegación original en el que he estado trabajando con un colectivo de colegas y amigos.

En breve pondremos en funcionamiento un sitio colectivo en la web, independiente, porque creemos que hemos aplazado mucho una discusión muy necesaria que tiene que ver con nuestro trabajo como historiadores en la era los recursos digitales informáticos.

 En unos días más, nos podrán seguir en: cibercliografia.org

Allá nos leemos.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Las raíces del conservadurismo campesino en México: el caso de la Mixteca Baja

Benjamin T. Smith, The roots of Conservatism in Mexico: Catholicism, Society, and Politics in the Mixteca Baja, 1750-1962, Alburquerque, University of New Mexico Press, 2012. Illustrations. Photographs. Maps. Tables. Graphs. Notes. Appendixes. Bibliography. Index. ix, 432 pp.

The roots of Conservatism in Mexico es un libro ambicioso y al mismo tiempo propositivo. Explora los orígenes y la permanencia de un catolicismo popular campesino que, mezclado con la política, está detrás de diversas sublevaciones que se dieron en distintas zonas del México rural en contra de los gobiernos liberales y secularizadores en los siglos XIX y XX.

La imagen del campesino católico y rebelde no ha sido extraña para la historiografía de tema mexicano desde el mismo siglo XIX. De la oposición a las primeras reformas liberales de la década de 1830 hasta la Guerra Cristera (o cristiada) contra el gobierno postrevolucionario del siglo XX (1926-1929), estos campesinos armados y conservadores llamaron la atención de historiadores como Enrique Olavarría, José M. Vigil, Ciro B. Ceballos o Alfonso Toro. Para ellos, y muchos más, se trataba de bandidos, bárbaros y retrógrados que eran manipulados por el clero católico a su conveniencia. La historiografía sobre la revolución mexicana, tanto la de corte oficialista-nacionalista como la revisionista de tendencia marxista, reforzó aún más esta idea al enfrentar al campesino católico conservador con el ejemplo del campesino revolucionario, zapatista y agrarista. Más que comprender el fenómeno del conservadurismo campesino en México, esta historiografía se limitaba a denostarlo, a tratarlo como un hecho anómalo en el conjunto general del desarrollo histórico.

Los primeros intentos por entender el conservadurismo campesino vinieron de la mano con la aparición de una historiografía con dimensión regional y particularista, opuesta a la nacionalista generalizadora. Luis González con Pueblo en vilo (1968) y Jean Meyer con La Cristiada (1973-1975), pusieron las bases para comprender el porqué hubo (y hay) dinámicas en las sociedades regionales que parecen ir a contracorriente de la política nacional. Una de las primeras conclusiones de estos historiadores es que, más allá de la vinculación de los grupos campesinos y de pequeños propietarios rurales con el clero, la propia lógica interna de desarrollo de estas sociedades (su relación con el trabajo, la tierra, la economía y sus creencias) es la que las hacía conservadoras y tradicionales. Años más tarde, los estudios de Florencia Mallon, Peter Guardino o Mary K. Vaughan nos han ofrecido una mirada más amplia sobre el conservadurismo campesino y sus expresiones políticas frente al Estado. El enfrentamiento de estos grupos con las políticas del gobierno central adquirió otra lógica explicativa, y todo indicaba que el conservadurismo campesino tiene raíces que se remontaban a mucho más de un siglo de distancia.

Benjamin T. Smith se inserta conscientemente y de manera crítica en esta historiografía cuando nos ofrece un recorrido por la historia de una sociedad rural compleja (campesinos, indios, rancheros) de una región del sur del México central (la Mixteca baja), a lo largo de dos siglos (1750-1962). Smith nos recuerda que los habitantes de esta región rechazaron el reparto de tierras que intentaron hacer los zapatistas; por ello, muchas localidades campesinas de la Mixteca fueron quemadas y arrasadas por los revolucionarios. La memoria popular de los acontecimientos aún se aprecia el día de hoy en la narrativa de los murales del museo comunitario de Tequixtepec (Oaxaca).

Smith propone un acercamiento metodológico que está presente a lo largo de todo el libro: adaptar el concepto de economía moral de E. P. Thompson y de James Scott, que permite explicar las relaciones dialécticas entre las elites y las no-elites regionales en sus niveles económico, social y cultural. Pero como el componente cultural religioso adquiere, en este caso, un lugar preponderante, es necesario utilizar un modelo de cultura religiosa regional que integre también las relaciones entre la sociedad campesina y la institución eclesiástica. No es extraño, por lo tanto, que en vez de economía moral Smith hable de una economía espiritual. Finalmente, es necesario ahondar en el análisis de la política popular para entender la dinámica de las relaciones entre la formación social regional y la política del Estado.

A lo largo de los seis capítulos que componen el libro y en una narrativa cronológica que arranca en la época colonial, Smith delinea las intrincadas relaciones entre los aspectos económicos, sociales y culturales de la región; explora la conformación de la religiosidad popular y su conexión con la vida económica y las relaciones sociales. La magistral utilización de fuentes documentales heterogéneas (archivos nacionales, estatales, privados) le permite abundar en detalles y tejer una urdimbre densa.

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Puedes consultar también la versión en inglés de esta reseña publicada en: Hispanic American Historical Review, 95:4 (November 2015), pp. 678-679. En la versión on line con el doi
 10.1215/00182168-316157.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Al calor de la amistad

Hace unos días tuve un reencuentro con esa realidad que se expresa mediante el papel y la tinta y que se niega a morir a pesar de la Internet. Una realidad que nace de nuestra capacidad de establecer lazos personales de amistad y que van más allá de la pantalla virtual: lazos verdaderos, tangibles, y que muchas veces dejan huella gracias al milenario papel y la tinta. Una realidad y costumbre centenaria que produjo ese maravilloso género de la literatura epistolar, compuesto por las cartas que intercambian por lo menos dos personas.

Aunque pueda parecer extraño para las generaciones actuales, para mi generación (nacidos entre los 50's y 60's del siglo pasado), el trato personal y de amistad se solía extender al escrito sobre papel: notas breves abocetadas apuradamente en el salón de clases, eso sí, con buena letra y ortografía; papelitos llevados y traídos, cartas dadas al propio o al servicio postal que surcaban territorios y hasta océanos para alcanzar la atención y el alma del ser querido que, amablemente, te había abierto la puerta de la amistad y su correspondencia.

Todo esto para decir que hace unos días tuve una agradable sorpresa cuando llegué a mi despacho. Me encontré con un enorme paquete enviado por mensajería. El atado postal traía varias encomiendas que me hicieron para repartir cartas y publicaciones a diversas personas, mensajes, propuestas. Pero estaba incluido un pequeño sobre para mí con un librito de esos que me pueden hacer dejar todo de lado para sumergirme en su lectura.

Se trata de la edición que hizo Rodrigo Martínez Baracs de la correspondencia de su padre, José Luis Martínez, con Octavio Paz.

Sería un tanto inútil presentar aquí a Paz o a Martínez. Más inútil escribir sobre el contenido de las cartas, sus circunstancias. Me interesa más bien invitar al lector a sumergirse en el intercambio epistolar entre ellos, y agradecer a Rodrigo el que haya editado y puesto para publicación las epístolas que encontró en el archivo de su padre. Como he dicho en otra ocasión, Rodrigo es un devoto conocedor de la biblioteca y el archivo de Martínez, y aprovecha esa circunstancia para darnos no solamente una edición clara, entretenida y de importancia histórica, sino también con un breve texto de introducción para su contexto, más unas cuantas notas y sugerencias bibliográficas para que el lector no se pierda. Lo mínimo y que no haga ruido. Un trabajo en el que Rodrigo no se arroga -como suele sucederle a buenos escritores cuando son los editores de otros autores-, protagonismo alguno: simple y sencillamente, los deja hablar, ofreciéndonos herramientas para la lectura.

Cuando le agradecí a Rodrigo el detalle de haberme enviado este libro, hice hincapié justamente en esa transparencia bien contextuada de todo el conjunto, que subraya tanto el lado histórico de los documentos, así como el literario y el humano. En su respuesta me recordó entonces que Paz utilizaba mucho la palabra limpidez, un adjetivo poético que nos mueve al territorio de esa especial transparencia, de la pureza de la mirada que no interpone filtros ni deformidades ante nuestra posible apreciación. Consciente de ello, Rodrigo Martínez Baracs nos obsequia una edición límpida e inmaculada que nos lleva hasta la tersura de las palabras que intercambiaron dos grandes escritores al calor de la amistad.

viernes, 31 de enero de 2014

Sobre el Poder del dinero...

Francisco Andújar Castillo y María del Mar Felices de la Fuente (eds.), El poder del dinero. Ventas de cargos y honores en el Antiguo Régimen, Madrid, Siglo XXI, 2001, 357 p.

"Dice un famoso verso vuelto refrán: "Poderoso caballero es Don Dinero." No es en balde que Francisco de Quevedo haya compuesto esta letrilla, tan repetida durante generaciones y generaciones, hacia 1603 o 1604. Entonces joven de unos 23 años, Quevedo se había criado entre los pasillos de los palacios madrileños y los entresijos de la vida cortesana. Estos eran el corazón del aparato de gobierno del vasto imperio de las Españas que Felipe II había heredado de su padre. En esas Españas de principios del siglo XVII el dinero no funcionaba solamente como medio de intercambio de bienes y servicios, sino que también era un recurso con el que los particulares negociaban con el rey la obtención de cargos y oficios públicos en los más variados niveles del aparato del poder del monarca…"

Si le interesa seguir leyendo esta reseña, acuda al número 49 de la revista Estudios de Historia Novohispana, editada por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. En su interior, puede usted descargar el PDF.

sábado, 5 de octubre de 2013

En las entrañas del Leviatán. Una mirada a las Indias desde Madrid.



Jean-Pierre Berthe y Thomas Calvo (eds.), Administración e imperio. El peso de la monarquía hispana en sus Indias (1631-1648), Zamora, El Colegio de Michoacán, Fideicomiso Teixidor, 2011, 401 p. (Colección Fuentes). ISBN-9786077764724

¿Era el imperio español de la primera mitad del siglo XVII ya un poderoso Leviatán? La metáfora bíblica utilizada por Thomas Hobbes en 1651 para referirse al Estado (república, civitas), ese "hombre artificial" administrador en surgimiento y que todo lo devora, parece no venir mal sobre todo a la hora de observar las cosas desde las mismas entrañas del monstruo. Y nunca mejor que para las décadas de 1630 y 1640: apogeo de la universalidad e inicio del derrumbe del Leviatán hispánico.

Administración e Imperio es una invitación para conocer de cerca la perspectiva que tenían los hombres que hacían posible la organización de la vasta maquinaria de la monarquía en la época de Felipe IV y del Conde Duque de Olivares. En este libro se reproducen, analizan y anotan los textos de dos oficiales del Consejo de Indias por esos años. Uno es el Memorial informatorio al Rey Nuestro Señor, en su real y supremo consejo de las Indias, cámara y junta de guerra, de Juan Díez de la Calle. Fue publicado por el autor en 1645, previamente a la impresión del mucho más conocido Memorial y noticias sacras... (Madrid, 1646).(1) El Memorial informatorio..., del cual ha sobrevivido el embate del tiempo alrededor de una docena de ejemplares, se reproduce en facsímil en esta edición para su análisis.

El otro texto, inédito hasta ahora, es la Relación de los oficios i cargos de gobierno, justicia, hacienda, guerra i mar perpetuos u temporales que por gracia u merced o venta o renunciación provee su Magestad del Rey nuestro señor, del licenciado Antonio de León Pinelo (o Antonio Rodríguez de León Pinelo), elaborado entre 1631 y 1648. La Relación... está profusamente anotada y a los dos textos los precede un largo y sustancioso estudio a cargo de Jean-Pierre Berthe y Thomas Calvo.

Como dicen los propios editores, los dos trabajos son "una radiografía del aparato de Estado", pues ofrecen una minuciosa y detallada visión de cómo se veía la complicada administración de las Indias desde Madrid, a un siglo y medio de comenzar a construirse. Fundamentalmente, se estructuran como una  relación de los oficios públicos pertenecientes a la maquinaria que hacía posible gobernar las Indias. A través de ellos, sabemos qué oficios y cargos eran provistos en cada uno de los virreinatos (México y Perú), detallando los que laboraban en cada audiencia y sus distritos, en cada diócesis y arquidiócesis, en cada plaza militar y en cada oficina de hacienda. Sabemos también el monto de los salarios que se pagaban anualmente a cada uno de los oficiales así como los ingresos por diezmos en cada diócesis y la manera de repartirse entre el clero diocesano, la fábrica de la iglesia catedral y la parte correspondiente al rey (el noveno real). Eventualmente (sobre todo el texto de León Pinelo) nos da información sobre el precio de venta de los oficios vendibles y renunciables, es decir, aquellos oficios públicos que eran adquiridos en propiedad por particulares, como los de escribanos de cámara de las reales audiencias. En resumen, los textos de Díez de la Calle y León Pinelo ofrecen valiosa información para el historiador interesado por la estructura y el funcionamiento del gobierno y la administración de justicia indianas en la época de los Austria.

La introducción de Berthe y Calvo, por su parte, permite poner en su contexto los trabajos de los dos oficiales del consejo. Hace más énfasis en presentar a Juan Díez de la Calle quien, al contrario del licenciado León Pinelo, no ha recibido tanta atención por los historiadores.(2) El resto de la introducción explica detalles importantes para entender el proceso de composición de las dos obras, como la situación de la corona castellana en la primera mitad del siglo XVII, las características de una época pre-estadística, la dificultad para hacerse del conocimiento del Nuevo Mundo desde los escritorios de los oficiales del Consejo de Indias a través de correspondencia y noticias, sin dejar de lado la gran complejidad de los oficios públicos en una época en la que el Leviatán estaba en construcción. El balance: una excelente muestra de cómo presentar fuentes que sean de utilidad para los historiadores.

Evidentemente, Administración e imperio... es una obra, como diría Stendhal, para los happy few interesados en el estudio del gobierno de la monarquía hispánica durante el reinado de los Austria. Pero muy útil.

Datos:
* El libro puede conseguirse en la librería virtual de El Colegio de Michoacán, A.C.
* La imagen de la portada es un detalle de La conferencia de Cártago, óleo sobre tela que forma parte de la colección del Templo de San Agustín en Morelia.

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Notas y referencias.
(1) Juan Díez de la Calle, Memorial y noticias sacras y reales del Imperio de las Indias Occidentales al muy católico, piadoso, y Poderoso Señor Rey de las Españas y Nuevo Mundo, D. Felipe IV. N.S. en su Real y Supremo Consejo de las Indias, cámara y junta de guerra. Comprehende lo eclesiástico, secular, político y militar, que por su secretaría de la Nueva España se provee: presidios, gente y costas, valor de las encomiendas de indios y otras cosas curiosas, necesarias y dignas de saberse, Madrid, 1646. Esta obra fue reeditada ya en el siglo XX (1932) por la Sociedad de Bibliófilos Mexicanos, con introducción y notas de Joaquín Ramírez Cabañas. Un muy buen estudio reciente sobre Juan Díez de la Calle, cuya edición en español esperamos pronto, es: Guillaume Gaudin, Penser et gouverner le nouveau monde au XVIIe siècle. L'Empire de papier de Juan Diez de la Calle, commis du Conseil des Indes, Paris, L'Harmattan, 2013, 348 p.

(2) Guillermo Lohmann Villena dedicó sendos estudios a León Pinelo, sobre todo en la edición de El gran chanciller de Indias, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano Americanos, 1953

martes, 24 de septiembre de 2013

Pintura virreinal en Michoacán: reseña del primer volumen editado por Nelly Sigaut

Acaba de llegar a mis manos el más reciente número de la revista Historia Mexicana, dirigida por Óscar Mazín y editada por el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Se trata del 249, correspondiente al volumen LXIII:1 (julio-septiembre, 2013), y que trae, como siempre, una sección de artículos muy interesante y otros detalles.

Pero no voy a tratar in extenso el contenido de la revista sino anunciar la aparición de mi reseña a Nelly Sigaut (ed.), Pintura virreinal en Michoacán (Vol. 1), Zamora, El Colegio de Michoacán/Secretaria de Cultura de Michoacán, 2011, 406 p. [ISBN 978-607-7764-98-4].

Tuve el privilegio de presentar el libro de Nelly Sigaut en las dos sedes de El Colegio de Michoacán, Zamora y La Piedad, entre finales de julio y principios de agosto del año pasado (2012). El libro ya había tenido una presentación previa, en el Museo de Arte Colonial de Morelia, a mitad del mes de julio. En aquella ocasión  los presentadores fueron tres importantes estudiosos de la historia de la Iglesia en la Nueva España: Óscar Mazín, investigador del COLMEX y quien cuenta con una obra fundamental sobre los cabildos catedral; Manuel Ramos, director del CEHM (Carso) y especialista en las órdenes conventuales en la Nueva España; y Tomás de Híjar, historiador y juez eclesiástico de la arquidiócesis de Guadalajara. La presentación fue, por demás, enriquecida con la participación del público asistente, a la vez que muy emotiva por la presencia de los miembros del Seminario Permanente de Estudios de Pintura en el Occidente de México que la doctora Sigaut ha dirigido en Morelia desde 2007.
Presentación en Morelia. De derecha a izquierda:
Tomás de Híjar, Manuel Ramos, Oscar Mazín.
20 de julio de 2012

Después de la presentación en Morelia, el handicap para un nuevo presentador resultaba más que abrumador. ¿Qué decir de un catálogo razonado de pintura colonial sin ser especialista ni en historia del arte ni en historia de la Iglesia? Al contrario de lo que podría pensarse normalmente en este tipo de eventos académicos que derivan de relaciones académicas aparentemente "cerradas" y sólo para especialistas, la posibilidad de abrir el diálogo interdisciplinario es una oportunidad enriquecedora y fructífera. Los temas terminan por abrirse en la diversidad de vasos comunicantes que existen entre la pintura, el patrimonio, las instituciones, la sociedad, la economía y cualquiera de los diversos estancos en los que hemos encerrado el fenómeno de la cultura y el ser humano.

Claro que, para que esto sea posible, la obra a comentar y discutir necesita -por fuerza- tener la posibilidad de asirla desde distintas perspectivas. En este sentido, Pintura virreinal en Michoacán es mucho más que un simple catálogo de obras pictóricas depositadas en diversos repositorios michoacanos, algunos de ellos accesibles, como las del templo de Santa Rosa (Las Rosas); algunas de ellas nada accesibles al público como las del convento de San Agustín. No se trata de un simple recuento de las piezas. Es, por el contrario, un catálogo razonado que sigue una rigurosa metodología analítica que debe mucho a la labor de don Héctor Schenone -deudor de Warbug y Panofsky- cuya labor señera en la historiografía del arte latinoamericano es indiscutible. Alumna aventajada de Schenone resulta Sigaut quien, con un equipo de historiadores adscritos al Seminario Permanente se dio a la tarea de explicar, analizar y contextuar cada una de las piezas pictóricas recogidas en este primer volumen de los cuatro proyectados, que en conjunto darán cuenta del patrimonio iconográfico michoacano entre los siglos XVI y XVIII.

Esta labor meticulosa es lo que precisamente nos permite apreciar, más que opinar, desde otras subdisciplinas de la historia, acerca de la calidad e importancia del trabajo realizado. Porque catalogar pintura en el Michoacán virreinal nos ha dado la oportunidad de revisar la importancia de la administración diocesana en la Nueva España, de las redes de relaciones políticas y sociales, de la impronta de la cultura hispánica en las comunidades de indios de la meseta y otros muchos temas. Pero, por supuesto y en primer lugar, la característica regional y universal de la pintura patrocinada por las élites locales y su gusto, en contraposición y diálogo con el resto de las obras creadas en el ámbito de la monarquía hispánica.


Datos:
* El libro puede adquirirse en la librería virtual de El Colegio de Michoacán, A.C.